Ni siquiera una velita
prendida le queda. Ni el olor a cebo de la cera derretida. Ni el colorido
resplandor de los alumbramientos que llenaban de luces titilantes las noches
de El Linyerita.
Todo se fue perdiendo en el tiempo,
esfumándose en la nada. Hoy, la oscuridad le ha ganado a la temblorosa
luz de las velas y hasta los milagros añoran épocas idas, en que gente de
todos los barrios llegaba caminando por las vías con una botella de agua
para este “santito
desconocido”.
El Linyerita es un icono de
la creencia popular santiagueña inmortalizado en los versos de don Fortunato
Juárez, en aquella canción que cuenta la historia de un linyera que fue
encontrado muerto en Huaico Hondo y al que “la gente,
conmovida”, llevaba “flores y velitas” hasta convertirlo en un santito
milagrero, visitado por multitudes ansiosas de recibir su gracia.
Durante décadas, fue un
verdadero escenario de fe. Hoy sólo queda el nombre de aquel rincón
capitalino emplazado en la avenida Belgrano Norte, en la puerta misma del
barrio Huaico Hondo. Triste destino de olvido y modernidad que
junto a los rieles de las vías se llevó en un mismo paquete, como si
sólo fuera hierro, madera o durmiente, una porción de la cultura popular
santiagueña.
La municipalidad, con buen
gesto, instaló un monolito, para que el tiempo se detenga en la piedra
que evoca la leyenda. Pero la memoria no sabe de monumentos, es la presencia
viva la que inmortaliza el recuerdo.
“De ande era el
linyerita, nunca nadie pudo saber…”, dice la voz grave y nostalgiosa de
Carlos Infante cantando el que sin duda fue su éxito más importante. Hoy,
muchos ni siquiera saben adónde queda su pequeño
santuario.
Santiago fue siempre una
tierra de
leyendas, de historias contadas de boca en boca, de largos relatos
nocturnos, de vecinos siempre dispuestos a caminar unos cuantos kilómetros
para cumplir una promesa propia o ajena; y de devociones firmes en
Dios, la Virgencita y el “santito del barrio”. Pero todo cambia, lo
bueno y lo malo. Nada es para siempre y tampoco El Linyerita.
Antes, varios años antes,
los estudiantes le prometían velas y botellas si aprobaban esa maldita
materia que se quedó para marzo. Y si el milagro se cumplía, las hojas de la
carpeta volaban por el aire y cubrían de líneas
azules y blancas el pequeño santuario rodeado de botellitas.
Ahora, los únicos
fieles promesantes son los “linyeras” de la noche, personajes
noctámbulos que caminan por la oscuridad con una botella en la mano y que,
afligidos por una pena angustiosa, detienen su errante bohemia ante el
humilde altar consagrado por los años. Una botella de alcohol puro, una
cajita de vino barato, o simplemente el último
cigarro encendido en la madrugada quedan como testimonio de fe de estos
olvidados de la vida que rinden un sentido homenaje a su santito patrono.
El pequeño altar, derruido
por el tiempo y el olvido, paga las consecuencias cuando la luz de la vela
se confunde con el alcohol, las llamas cubren la diminuta
capillita, y queman las dos únicas imágenes que aún sobreviven en su
interior, un Jesucristo con el rostro incinerado y una
Virgen María sin cabeza, reliquias divinas
que todavía evocan la presencia de El Linyerita.
Un santiagueño que volvió al pago le trajo de regalo una cruz de madera y
tuvo que empotrarla en un balde con cemento para que los ladrones de cruces
de maderas y de lo que hallen a mano no condenen su alma por robarle su
único bien terrenal a este santito pobre y olvidado.
Es que ya las cosas no son
como antes en Tarapaya, y hasta pararse a alumbrar al
Linyerita puede ser un verdadero riesgo. Será por eso que muy pocos se
acuerdan de él, o será acaso que ya ni la fe se salva de las modas, y hoy
todas las velas y los rezos de la calle se van con el
Gauchito Gil, mucho más famoso y mediático
que nuestro Linyerita de Huaico Hondo.
Historias comunes de los días que corren, de memorias frágiles y de
creencias globalizadas. Rincones de nuestro Santiago que cruzamos sin
mirar y que esperan allí, olvidados, que la memoria del pueblo un día,
de un estar, se acuerde de ellos y los devuelva a la vida, por el bien de
nuestra identidad.
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