Antes de seguir conviene hacer una aclaración para
evitar malos entendidos. No estamos haciendo aquí disquisiciones de
índole antropológica, sino tratando este episodio con nuestra particular
óptica periodística. No hacemos conjeturas, sino que nos atenemos
exclusivamente a los hechos. Por lo tanto, aunque es posible que estemos
soslayando cuestiones muy importantes para entender los motivos que
incidieron en la canonización popular de la víctima, ellas escapan a los
objetivos periodísticos y deben ser analizadas desde otros puntos de
vista y con auxilio de alguna ciencia.
Las
crónicas publicadas por los diarios de aquella época -según nuestro modo
de entender la crónica roja-, tienen excesivos rodeos metafóricos y
demasiadas
suposiciones sin asidero con la realidad. Traducidas al lenguaje que
usan los cronistas de ahora, la noticia de aquel crimen se podría leer
aproximadamente de la siguiente forma:
"Ayer por la tarde, dos niños que jugaban entre los matorrales del canal del
Estado, cerca del cementerio, encontraron el cadáver de una mujer que
murió como consecuencia de un golpe en la cabeza. Las averiguaciones
realizadas por los policías permitieron establecer que la víctima fue una
mujer llamada Juana Figueroa de Heredia, de 22 años de edad, dedicada a los
quehaceres domésticos. Su esposo, Isidoro Heredia, un carpintero de 42 años,
que fue detenido más tarde, confesó que había
matado a su mujer con un hierro luego de una agria discusión. Versiones
recogidas en fuentes extraoficiales, permiten suponer que el drama se habría
suscitado como desenlace de graves desavenencias conyugales"
Y nada más. Así de
simple. Porque todo lo otro, ese río de tinta que se gastó luego del
crimen, fue pura literatura. Probablemente una argucia destinada a
incrementar los exiguos tirajes, ya que la Salta de aquellos días no daría
muchas oportunidades para despertar la avidez de los lectores. Las noticias
publicadas con relación a esta muerte, que tuvieron en algunos casos
contornos novelescos, estaban plagadas de contradicciones, vaguedades y
conjeturas más o menos disparatadas, que colaboraron para hacer del
homicidio una historia más emparentada con las series negras que con las
crónicas policiales.
Lo único cierto, probado y documentado, es que Isidoro Heredia, posiblemente
por celos, fracturó el cráneo de Juana y abandonó su
cadáver en el lugar del hecho. Y esta carencia de detalles macabros,
además de volver inexplicable el nacimiento del mito, demuestra -aunque
parezca raro- que el periodismo cocina actualmente sus habas con mayor
discreción que antes.
La parte más creíble de aquellas versiones indica que Juana le fue infiel a
Isidoro en numerosas
oportunidades y con varios hombres distintos. Esa conducta explica
claramente que la mujer no tendría intenciones de conservar su
matrimonio y que por lo mismo, sus infidelidades se habrían hecho cada
vez más indiscretas. Parece estar probado que Juana abandonó su hogar
marital varias veces y que en cierta ocasión convivió varios meses con un
tal Ibáñez en Cerrillos.
Luego de romper ese romance, Juana comenzó a frecuentar por las
noches los bares cercanos a la estación ferroviaria, donde entonces,
como ahora, tenían su epicentro las diversiones nocturnas. Y alguien se lo
comentó a Isidoro, que la buscó hasta encontrarla y consiguió, con promesas
o con
amenazas, que la mujer lo acompañara de regreso a su casa. Según
presumieron los policías y tal como corroboró Isidoro más tarde en su
confesión, por el camino comenzó la discusión que culminó cuando Isidoro
tomó un hierro que asomaba entre los yuyos y golpeó a Juana mortalmente en
la cabeza.
Poco después del
homicidio, mientras el victimario se disponía a purgar los 17 años de
prisión que le aplicaron los jueces, comenzaron a alumbrar las velas que
trasformaron a la difunta en alma milagrera. Nadie sabe cómo empezó esa
forma de culto. No hubo ninguna persona, ni entonces ni hoy, que aclarara
los
motivos de esta reacción popular. Se sabe, en cambio, que la historia
del dramático episodio comenzó a crecer y enredarse en un fárrago de nuevas
versiones, donde el único punto de coincidencia era el comportamiento
pecaminoso que se adjudicaba a la muerta.
Según la opinión generalizada,
Juana Figueroa había sido una mujer infiel, bastante descocada y con
marcada inclinación por el beberaje y la parranda, así que dada nuestra
mentalidad latina, que perdona cualquier cosa menos la infidelidad,
Isidoro había matado con justicia. Era culpable pero tenía razón. Por
ende resultaba la verdadera víctima de este suceso, pero esa idea se
manifestó muy raras veces en público. Hay dos viejas cuartetas muy
explícitas en tal sentido. Se atribuyen al periodista y
poeta Edelmiro Avellaneda, a cuya pluma se debe también un drama en tres
actos sobre las andanzas del célebre maleante Pelayo Alarcón. Esas cuartetas
dicen:
"Nací de padres honrados aunque de escasa fortuna, no ha sido noble mi cuna
más lo era mi corazón.
Y quiso el fatal destino, esta negra suerte mía, que conociera a la
Juana, con quien me desgraciaría."
Sin embargo esa "negra suerte" y ese "fatal destino" no despertaron la
compasión de nadie. No hubo cristiano que moviera un dedo a favor de Isidoro
Heredia. El recurso de la emoción violenta no contó en su caso. Cumplió toda
su condena y pasó al más absoluto anonimato, al tiempo que la adúltera, la
casquivana causante de la tragedia, se convertía en espíritu solidario y
milagroso que presuntamente ayudaba a las mismas personas que descalificaron
su conducta.
Juan Carlos Dávalos, por ejemplo, en su libro "Relatos lugareños" dice que
Juana Figueroa "era una mulatilla ingrata y tornadiza", en tanto describe a
Isidoro Heredia como "un hombre manso y tolerante, bueno como las fragantes
tablas de cedro que pulía en su taller". Y don Juan Carlos, atento siempre a
las inquietudes de su
clase social, seguramente no hizo más que dar forma literaria a una
opinión generalizada en esos ambientes.
De allí que resulte tan extraña la paradoja. Aunque cada región tiene esa
clase de mártires, ellos han surgido por imperio de una muerte
injusta. La Sibila, en Jujuy, fue una
pobre niña, dicen que minorada mental, violada y descuartizada por un loco.
La Difunta Correa sufrió un calvario
huyendo de uno de los arrestos de iracundia que se adjudican a Facundo
Quiroga. Pedrito Sangüeso, también en
Salta, fue un niño de 7 años violado y asesinado por su tío con la
complicidad de su propia madre. El tucumano Bazán Frías, un anarquista
acusado de homicidio, cayó baleado por la Policía dentro de un cementerio. Y
según las creencias populares, en los lugares sagrados no se mata, lo cual
convierte su muerte en un acto injusto.
Con Juana Figueroa no ocurrió lo mismo. Fue canonizada, hecha
mártir y elevada a la categoría de alma buena, sin que su vida y su
muerte justificaran semejante actitud. No obstante, siempre existen
explicaciones para las determinaciones de la
gente. Si nos ponemos a hurgar muy en lo hondo, puede resultar que Juana
Figueroa sea apenas un vehículo; el nombre eventual puesto a una creencia
que viene desde muy antiguo. Porque parece ser que la gente necesita el
auxilio de un alma milagrosa y si no la tiene la inventa. Llegado el caso,
los creyentes pueden aducir, en defensa de su fe religiosa, que Cristo
también perdonó a la pecadora. Fuente
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